Editorial

Este espacio de letras no pretende ser un catálogo de críticas cinéfilas, ni un retablo de conocimientos sobre el arte cinematográfico.

Solo aspiramos a rescatar de nuestra frágil memoria emocional fotogramas, escenas, diálogos, sonidos,... y compartirlos para el disfrute y la empatía de quienes pasen y lean.

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Sumario

Almanya

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Los que conocen en carne propia los sinsabores de la emigración europea de los años del desarrollismo (1961-1975), pueden ver en esta película alemana (2011) de Yasemin Samdereli un producto descafeinado, una impostura. Nos muestra la cara amable de lo que fue una sangría para los pueblos miserables de la cuenca mediterránea, que encontró en la próspera Centroeuropa una solución a los problemas endémicos de paro y falta de perspectivas de futuro.

Sin embargo, en medio del desenfado de unos personajes que -tras vivir largos años en Alemania- vuelven temporalmente a Turquía porque el “patriarca” de la familia así lo decide, al comprarse una casa en el pueblo de origen, se presenta lo que la emigración significó en años tan difíciles: alivio para la situación de pobreza de millones de personas, inyección de recursos (remesas de emigrantes) para las familias que quedaron atrás y para la Balanza de Pagos de los países emisores…; pero también, desarraigo, separaciones, barreras de integración y convivencia en lugares de recepción, vaciamiento de pueblos mediterráneos y envejecimiento de los mismos… Y al final, acomodación en los lugares de acogida, problemáticas con distintos grados de aceptación dentro de las propias familias, y pérdida de valores culturales heredados, con problemas de identidad personal y colectiva.

Pero todo ello, regado con humor, tanto en la desenfadada interpretación de los protagonistas (desde el abuelo que marchó 45 años antes, hasta los nietos infantiles, pasando por su mujer, sus hijos, los amigos), como en las situaciones descritas, con el choque de culturas, costumbres, comportamientos…

La acción es muy dinámica, colorida y cambiante, alternando el relato del presente con la evocación del pasado que lo explica. Es cierto que apenas toca el drama de lo que aquel fenómeno significó para la mayoría, pero también lo es que se entrevé en los diálogos, en los silencios, en las evocaciones. Sin su chispa de humor, el film sería desgarrador y no están los tiempos como para salir con más depresión de las salas donde se proyecta. Eso sí, quien quiera entrar en la intensidad del drama que entonces se vivió (y en muchos lugares se vive), el libro ya clásico “Cabeza de turco” (1987), de Günter Wallraff -duro donde los haya, directo y sin concesiones- nos puede poner en situación.

La voz dormida

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Acabo de volver a ver  "La voz dormida", proyectada en el Centro de Ocio Contemporáneo de Badajoz, en un ciclo de "Compromiso social y ciudadanía", organizado por la Fundación Cultura y Estudios de CC.OO. de Extremadura y la Filmoteca de Extremadura.

Es una película casi recién "salida del horno". Un film de Benito Zambrano, de 2011, donde Inma Cuesta y María León interpretan magistralmente los papeles principales: Hortensia, encarcelada por sus ideas izquierdistas y a punto de morir a manos de los vencedores de la Guerra Civil española, y su hermana Pepita, que la visita en la prisión y -desde su neutralidad política- sirve de enlace entre la prisionera y un grupo de disidentes comunistas entre los que se encuentra su marido.

Embarazada y próxima a dar a luz, se aplaza el fusilamiento hasta que el parto se produzca; en tanto, el grupo de presas entre las que Hortensia se encuentra oyen cada día el ruido de los fusilamientos, con sus tiros de gracia, temiendo siempre ser las próximas en salir. Pepita hace lo imposible por conseguir la excarcelación o al menos evitar la ejecución de la hermana, arriesgando siempre su vida, con la angustia del tiempo que juega en su contra, y que al final le gana la partida.

Hace diez años, nuestra llorada Dulce Chacón publicó la novela en que se basa esta película. Narración hermosa, delicada, llena de una cadencia poética extraordinaria. Con un lenguaje claro, sencillo, que va calando en el lector hasta llenarlo de emoción serena. Una denuncia sin estridencias de la crueldad de las guerras y de las posguerras con vencedores siempre dispuestos a imponer sus sistemas como si fueran hierros candentes en el lomo indefenso de los que consideran "su ganado". Buena ocasión ésta para volverla a leer, pues es una obra que siempre merece relecturas, como una buena sinfonía.

La película ha sido tachada por algunos críticos de maniquea y esquemática, simplista en la presentación de personajes. Pero yo he visto en ella lo que la misma Dulce está claro que quería transmitir: la angustia de unos seres indefensos, doblemente oprimidos (por vencidos/as y por mujeres), dignos en su desgracia, al tiempo que la rigidez de los "triunfadores" se ve matizada por la humanidad reprimida en algunas "carceleras" o el sello de la desgracia en otros (la señora donde Pepita se pone "a servir", sus suegros...), si bien el tratamiento del "estamento religioso" -curas y monjas- es duro, pues muestran una falta de comprensión, de piedad, sin paliativos.

¡Pero qué juego de claroscuros nos muestra Zambrano en las escenas! ¡Cuánta intensidad en las miradas, que en sí lo dicen todo! Me quedo con eso: la iluminación, que nos recuerda a los pintores holandeses del siglo XVII, y las miradas de las protagonistas donde se reflejan todos los sentimientos: la angustia, el dolor, la desesperanza, la añoranza, el ansia de vivir, los desencantos, el miedo y a veces una tenue alegría por la fraternidad que reina en el conjunto de las presas o una chispa de ensueños por la quimera de un futuro en libertad.

¿Y qué decir de la canción en labios de Hortensia, galardonada en los Goya con el Premio a la Mejor canción original? Otro Goya se llevaría María León como Actriz revelación; uno más Ana Wagener, como Mejor interpretación femenina de reparto. Pero también merece un galardón Inma Cuesta, cuya expresión, cuya mirada y pose ante la cámara conmueven y emocionan.

Sí, libro y película para leer y ver. Para volver sobre ellos, por el valor estético en sí y por el ético, ejemplar, de su discurso.

Las aventuras de Jeremiah Johnson

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No elegimos a nuestros padres. Una verdad como que todos morimos, como que existe Hacienda. Como que a veces Dios aprieta y también ahoga. Existen verdades infundadas, pero con apego en el imaginario; verdades a medias, verdades sin prueba refutatoria. Verdades de las que uno está convencido, pero que son intransferibles; solo son aplicables al universo insondable de cada cual. 

¿Por qué me gusta Las aventuras de Jeremiah Johnson?, ¿por qué no me canso de visionarla una y otra vez, y a pesar de conocer cada plano, cada línea de guión, sigue revelando en cada pase nuevos detalles? Las aventuras de Jeremiah Johnson forma parte de ese catálogo personal de imponderables que cada cual guarda para sí y, si la gracia tiene por ventura acompañarte, compartirlo con algún que otro creyente accidental.

Quizá sea la fascinación del protagonista por la soledad, su querencia por la belleza salvaje o su rechazo a los convencionalismos de la civilización. Puede que me atrajera la lucha de Johnson contra los elementos, o su épica silenciosa. Quién sabe. Siempre existe algo del observador en la obra que admira; la fascinación por el arte es siempre una mezcla entre el encuentro con lo otro, lo diferente, la ausencia, y algún sesgo de nuestra propia identidad, adherida sin saberlo en huellas presentes en la obra. 

Las aventuras de Jeremiah Johnson narra la epopeya de un soldado que huye de la guerra de Secesión y se adentra en plena naturaleza, lejos del mundanal ruido. Allí descubre un tipo de crudeza muy diferente a la que genera la civilización. El protagonista está basado en un personaje real, el trampero John Johnston, apodado Crow Killer, que vengó la muerte de su esposa india, matando a numerosos guerreros crow y comiéndose después sus hígados. Pero lo que realmente fascina de la película de Pollack no es tanto la historia de acción y venganza que la atraviesa, cuanto el proceso de adaptación del protagonista con el entorno natural. A este fascinante maridaje contribuye la fotografía de Duke Callaghan, que consigue, casi que en tono documental, introducirnos con Jeremías Johnson en su épica de supervivencia. Junto a la fotografía, una excelente banda sonora a cargo de Tim McIntire (hijo del mítico John McIntire)  y John Rubinstein (hijo del pianista Arthur Rubinstein). El lirismo de los tracks ayuda a sumergirnos suavemente en la belleza de los paisajes y a empatizar con la heroica soledad del personaje y sus aventuras. El trovador canta las andanzas de Jeremías, a modo de sermón:

 “The way that you wander 
is the way that you choose. 
The day that you tarry 
is the day that you lose.”

Elegimos nuestra forma de andar por el mundo, y día que decidimos demorar nuestro paso, día que perdemos. 

Las visitas del viejo Bear Claw (garra de oso) -interpretado por un soberbio Will Geer- a Jeremías son uno de los momentos más vívidos de la película. Viene a ser como una especie de Viernes para este Robinson de las montañas, una voz humana surgida del silencio; además de manual de supervivencia, sirve al protagonista de apoyo emocional y gurú de Johnson. "Soy mitad caballo, mitad lagarto, y estoy medio tocado por un terremoto. Tengo la chica más guapa, el caballo más rápido... y el perro más horrendo de este lado del infierno", grita Bear Craw al llegar, aunque nadie le hubiera sentido acercarse de no ser por su verbo deshinibido.

El guión del desconocido Vardis Fisher bebe de las fuentes de clásicos americanos como El último mohicano, de Cooper, o Colmillo blanco, de London. En ambas obras, la naturaleza es protagonista y antagonista del personaje principal, y es presentada desde su dualidad fascinante, mezcla de belleza y autoridad. 

Unas líneas en una pantalla

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Saul Bass fue el hombre que hacía películas dentro de las películas. El que hizo que los títulos de crédito adquirieran rango verdaderamente artístico. El tipo en quien los directores confiaban ciegamente para que abriera la función y fluyese la trama, pero Bass construía tramas dentro de la trama. Scorsese, Spielberg, Preminger y, sobre todo, Hitchcock lo amaban. Almodóvar se ha educado viendo estos fragmentos de genio.



Y la muy mía favorita, la que me regalo de vez en cuando, sin necesidad de ver el film entero, solo por el hecho de disfrutar la pieza por lo que vale por sí misma. North by northwest.

Golosina extra para los sibaritas de los créditos (1).

No es Bass, pero como si lo fuese: la obra maestra de los títulos de crédito de los últimos años... Catch me if you can (Atrápame si puedes, Steven Spielberg), creada por Kuntzel y Deygas.

Películas del oeste

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¡Cuántas películas del oeste habré visto en mi pueblo, cuando niño y adolescente! ¡Y cómo nos entusiasmábamos con las victorias de los “buenos” (siempre los vaqueros) y la derrota de los “malos” (siempre los indios), al final! Ahí sí que se nos “educaba” en los valores de occidente, en la “vara de medir” los acontecimientos de la historia.

Luego, viviendo de joven en Barcelona y después en Las Palmas de Gran Canaria, me “tragaba” sesiones dobles: dos películas seguidas, prefiriendo también las del oeste, que eran las más frecuentes en los cines de barrio a los que iba.

Por eso ahora, al releer “La resaca”, esa novela cruda, realista de la primera etapa de Juan Goytisolo, de 1958, hago mías estas frases que no tienen desperdicio:

“Proyectaban una película del Oeste y en la sala no cabía un alma. Sentados en dos taburetes de madera, asistieron, reteniendo el aliento, al asedio del Fuerte, por una tribu de apaches. El público chillaba ronco de emoción. Obreros, marineros, estibadores y rapaces comentaban las incidencias de la acción en voz alta, golpeaban en los brazos de sus asientos, pataleaban a cada victoria del enemigo y arrojaban al pasillo cortezas de naranja y de plátano."


Sí, educación política, cívica, moral y… ecologista en práctica. Ahora están las bolsas de palomitas, pipas, gusanitos, más la coca-cola y los bocatas. Y las Guerras de las Galaxias, que los “marcianos” son otros “malos” con los que entretenernos desde nuestra civilización repleta de bondad…

El niño de la bicicleta

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Acabo de ver una película dura. Una película de desamor, donde la mano tendida del cariño mezclado con la compasión es rechazada desde la rebeldía de sentirse solo y despreciado. Es "El niño de la bicicleta", un film de Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne (dirección y guión), coproducción franco-belga-italiana, de 2011, ganadora del Gran Premio del Jurado en Cannes.  

Rodada en exteriores urbanos y planos medios, fundamentalmente, nos cuenta la lucha de un niño al que su padre ha abandonado en un centro de acogida, con el engaño de recogerlo en un mes. Pasa el tiempo; no se cumple la promesa y el niño se escapa reiteradamente buscando al padre, encontrándolo con la ayuda de una joven peluquera, decidida a acogerlo los fines de semana. El encuentro con un padre frío que lo rechaza le hace indisponerse con todo lo que le rodea y aferrarse a su bicicleta, único vínculo con el pasado: bicicleta que el padre había vendido y su protectora rescata, recomprándola.

Nuevas insistencias en el encuentro con el padre. Más rebelión en el centro de acogida y con su "madre adoptiva", la cual finalmente lo lleva a vivir a tiempo completo con ella, habiendo de renunciar a su pareja, ante las desavenencias del chico con su novio. Pandillas callejeras que lo captan. Delito de robo con agresión. Situación al borde del abismo, finalmente resuelto por la enorme entrega de la nueva madre sin que el final nos deje la tranquilidad de una integración social consumada. Pocas sonrisas, muchas miradas encendidas del joven angustiado, autolesiones, violencia con los que le rodean, explosión de ira ante una vida resquebrajada: únicamente la nueva madre la intentará recomponer.  

Cine, como casi todo lo que nos viene filmado de Francia, pausado, distendido a pesar del drama, armonioso pese a la violencia y los traumas, aleccionar por lo que supone de rescatar a un niño encaminado hacia la perdición a la velocidad de su bicicleta disparada por las calles.

Magnífica interpretación del muchacho transmitiéndonos sus angustias de forma descarnada en los gestos, la mirada sin concesiones, su búsqueda del poco de felicidad nunca hallada, aunque al final se atisba el rayo de esperanza.

El padrino

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Todos los chicles acaban agotando su sabor, convirtiéndose con el tiempo en meras gomas inodoras e insípidas. Gracias al dios Lumiere, san Melies bendito y el resto de ángeles celestiales, esto no sucede en el cine. Aquí algunos chicles -pocos, pero sabrosos- gozan de la inefable cualidad de resistir el cruel paso del tiempo, convirtiéndose por derecho propio en joyas indelebles del séptimo arte. Eco, Umberto Eco, afirma que una obra maestra es aquella que resiste el infatigable visionado a los ojos de varias generaciones, sin perder un ápice de frescura. Las obras maestras nunca callan, siguen hablando a quienes las descubren por primera vez o a quienes las revisitan por el mero goce de revivir su ceremonia sagrada.

The godfather es una de ellas. Bueno, tres en una, la santísima trinidad fílmica, el sanctasantórum, el retablo de las maravillas. En ellas se condensan las tres únicas cualidades que debe reunir una obra maestra: sustancialidad narrativa, belleza estética y goce sensible. 

Si una explosión asolara el planeta durante miles de años, sin posibilidad de recuperar las grandes obras de arte que han dignificado a la especie humana, y por efecto del azar alguien pudiera visionar por primera vez El padrino, las emociones que impregnarían su cerebro no serían diferentes a las que otros perplejos espectadores sintieron en el pasado. Dios -decía Marguerite Yourcenar- siente envidia de los seres humanos, de su mortalidad; en su anverso, nosotros gozamos de la mortalidad que nos regala el arte, la explosión fugaz de retratos, escenarios y sucesos que recorren la pantalla de un cine. Si existe un dios, ése habita de incógnito la eslora de un rollo de película.

Amen.

El maestro

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"El maestro", película dirigida por Aldo Fabrizi y Eduardo Manzanos en 1957, ha sido calificada por la crítica como un film infumable, melodramático y sensiblero, e incluso vergonzante.


Un maestro, que pierde a su hijo en un accidente, queda sumido en la más terrible soledad. Su trastorno le hace ver visiones y que finalmente el niño reaparezca en su pupitre, devolviéndole una tenue alegría, de la que gozaba en la tranquilidad de su vida de hombre solitario con un niño al que cuidar y unos alumnos que le llenaban el tiempo de una existencia melancólica. Muy acorde con los tiempos, este niño que "aparece" es el niño Jesús... y ¡en fin, qué le vamos a hacer!


Vista así, hoy, se nos cae de las manos y puede que dé vergüenza ajena. Pero en la moviola del tiempo yo la recuerdo, con mis doce o trece años, cuando la vi por primera vez, como un bálsamo al desamor de aquellos tiempos duros en que aún coleaba la áspera posguerra y en que perdíamos la presencia de los nuestros camino de una emigración masiva y espantosa, que era una ausencia irreversible. ¡Solo un milagro nos podía devolver la apacible y humilde felicidad que se nos desprendía con las necesidades y los múltiples adioses! Y además, aquel maestro apacible, sereno, bondadoso y tranquilo... era una imagen que ya hubiéramos querido para nosotros en aquellos tiempos de memorismo, palmeta y libros sobre los brazos en cruz, arrodillados, mirando a la pared...

¡Harry, vuelve!

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Estos días estoy nostálgico. Echo en falta a Harry, el sucio. No tanto por Harry como por sucio. Estoy un tanto -bueno, seamos sinceros, muy mucho- harto de tanta corrección política, tanto eufemismo enmascarado de catecismo. Gallardón, para justificar su moral de vicaría, fabrica circunloquios, ensalzando las sagradas virtudes de la maternidad. Políticos y economistas del candelero diario llaman crisis coyuntural a lo que simplemente es sodomía financiera. Dice mi cuñado: los caballeros no se emborrachan, alternan y se indisponen; y va a tener razón. Porque ya se sabe, este mundo cambalache está podrido de señoritos borrachos de poder, dispuestos a joderle a uno el día con su retahíla de bienaventuranzas. 

No folles, dice el cura; ahorra y resígnate, pide el político; acepta las condiciones o a la puta calle, te amenaza el empresario. Por un lado o por otro, oyes consejos de calma, mesura y contención. Y para colmo, regresa ese feminismo neocon, reaccionario, de señoronas ilustradas y meapilas en busca de ponedero, a imponer de nuevo la corrección lingüística, las buenas maneras y el saber estar. Ya no se puede ni ser pobre; en Valladolid te caen 1.500 euros si pides por la calle, y 750 si sales en bañador. No me extrañaría nada que en breve pusieran multas a quienes se manifiesten a favor de sus derechos o utilicen el masculino genérico. Hace unos meses, eso de ser indignado era cool; de la noche a la mañana, ha pasado a ser incómodo. Ahora se impone la profilaxis cívica, el buenrrollismo monjil y la pulcritud léxica. 

¡Harry, vuelve! No nos abandones.

Los idus de marzo

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El cine político nos ha regalado una buena ristra de reflexiones acerca de la naturaleza, el devenir y las excrecencias del poder. Desde los años 70, el cine político se ha convertido en un fiel complemento del periodismo de investigación, pero sin las limitaciones de éste, aderezado por la libertad narrativa que otorga la ficción cinematográfica. La mayor parte de las películas de fondo político de las últimas décadas posee una intención claramente desmitificadora; intentan bucear en las catacumbas del poder, ilustrando al espectador-ciudadano acerca de la doble moral que alimenta y sostiene al poder político. Sin embargo, pocas sortean con inteligencia la tendencia al maniqueísmo. Salimos del cine confirmando nuestras sospechas de que todo poder político se sustenta en cierta inmoralidad y falta de transparencia, pero minutos después quedamos a expensas del escepticismo y la impotencia. ¿Qué podemos hacer los ciudadanos ante esto? Contemplar el espectáculo, nada más. 

Los idus de marzo (George Clooney, 2011) se une a una larga lista de películas que presentan, con buen pulso dramático, los oscuros intersticios que rodean a todo aquel que pretende acceder al poder y el coste moral que supone entrar de lleno en este juego. Nos ponemos en el lugar de un joven e ilusionado jefe de comunicación (Ryan Gosling) de un candidato para las Primarias Demócratas (George Clooney). A medida que avanza la trama, aquél irá abriendo los ojos, descubriendo que para estar arriba no puedes jugar limpio, o por lo menos, llegado el momento, debes estar dispuesto a elegir entre mantener impoluta tu honestidad profesional o ganar. 

Los idus de marzo revela perogrulladas acerca del poder político, instaladas desde que el mundo es mundo en el imaginario colectivo:

El poder político corrompe a quien lo prueba.
No se puede ganar unas elecciones sin jugar sucio.
En política, raramente coincide lo que se dice públicamente con aquello que en realidad se piensa o sucede. 
Si eres honrado y transparente, no te metas en política.

En fin, el catecismo apofántico habitual en este tipo de películas. Quizá lo mejor de todo es que me quedé con el gusanillo de volver a ver El candidato (Michael Ritchie, 1972). En esta trama, un joven abogado es fichado para presentarse como candidato demócrata al Senado; sus asesores ven en su sinceridad e idealismo una oportunidad para ofrecer una imagen fresca y renovada del partido. Pero claro, para llegar arriba, hay que pasar por vicaría. Os la recomiendo. No tiene desperdicio.

Los idus de marzo posee unas correctas interpretaciones -Gosling está cada vez mejor-, pero se puede añadir sin problemas a la lista de otras muchas denuncias del subsuelo político. La verdad, estoy deseando ver una película que trascienda la mera desmitificación o denuncia social, proponiendo un retrato más realista y a la vez ilusionante sobre la vida política. Dirán algunos: ¡pero entonces no sería cine político, sería ciencia ficción!

El crepúsculo de todos los dioses

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Del cine se extrae la romántica idea de que se puede morir por amor y hasta matar por amor. Luego la realidad malogra el romanticismo, cancela su proyecto de vida.. Pero se deja uno llevar por el más fascinante de los vértigos: la ficción. Aceptamos crímenes terribles, nos aferramos a la legitimidad de que podamos ser engañados, conducidos a un territorio peligroso, pero del que podemos escapar siempre que lo deseemos. Agracedemos que nos manipulen. Que haya quien se arrogue ese rol perverso y se obstine en formular las ficciones en las que nos sentimos (en ocasiones) más vivos que en la propia realidad. Amamos esa fantasía inverosímil  en la que no se registra lo real sino que se permuta por lo fantástico, por lo indisimuladamente irracional (que haya dragones, vuele un hombre con una capa o un ratón explique lo feliz que es por encontrar el escondite del queso) o por lo deliberadamente inverosímil. Libramos con el cine una batalla amable en la que no nos incomoda que nos hable un cadáver al que vemos infelizmente en una piscina (Sunset Boulevard, El crepúsculo de los dioses) y relate la travesía que terminó en su defunción. Miramos con cierta bondad el formidable personaje de Thomas Harris, ese Hannibal Lecter patológicamente dotado para el mal, carente de escrúpulos, un sociópata culto hasta límites aburridos, sensible en un extremo asombroso, pero hechizado por esa maldad a la que se entrega y por la que nos hacer sentir extrañamente culpables. ¿Nos gusta Hannibal Lecter? Quizá nos guste porque lo que vemos es una representación del mal, un simulacro balsámico, una especie de demonio muy lírico que no siente remordimiento y que ha leído a los clásicos y sabe que Medea mató a sus hijos, aunque los mitos, incluso los griegos, viven en otro simulacro, en un limbo narrativo, en una apariencia impostada de la que la cultura de los siglos ha extraído enseñanzas y ha alentado religiones. Queremos ver lo que la realidad nos priva. Existe una inclinación natural por hocicar en lo clandestino, por ser un voyeur con coartada. La literatura, toda entera, es un ejercicio lícito de voyeurismo legitimado. El cine, todo entero, es un ejercicio de una depuración distinta, fermentado en odres de más inmediato encanto, pero lo que se madura en ambas es la rendición pública de un privacidad a la que en principio no tenemos por qué tener acceso alguno.


La misma representación erótica, incluso la pornográfica, se ajusta a ese deseo sublimado en el libro o en la pantalla. La estrategia discursiva del porno prescinde de toda la experiencia cultural del espectador y apela a la no-ética, al disfrute visceral puro. En lo impuro, en lo más carnalmente pagano, en lo que no posee conciencia ni existe más allá del objeto sublimado y perfecto, está también la raíz del cine, todo ese carrusel enfebrecido de ficción y de industria. Queremos ver lo que no la realidad nos priva. Lo clandestino. Lo perverso. Lo malo por ser malo y por no tener oportunidad, de buenos que somos, de asistir a su desempeño. El voyeur de hombría izada por el fornicio de los demás es la representación canónica del espectador en su grado cero. De él, de ese destinatorio sin alma, sin espíritu al que alimentar, se extrae la escasamente romántica idea de que se puede morir por el sexo y hasta matar por el sexo. No hemos dejado de hacerlo desde tiempos inmemoriales y no vamos a dejar de hacerlo hasta que la casa tierra reviente. La violencia, incluso la estilizada, la que se acomoda a los discursos de quienes la detestan, también se deja querer por los vértigos de la ficción. En Perros de paja existe un mal larvado que explosiona cuando se le busca. Puro Peckinpah. El corazón tiene razones que la razón no escucha, dice el maestro. Yo sigo apasionadamente enganchado a que me cuenten cosas. Mi corazón tiene razones que la razón ni conoce. Se van los dos sobrellevando y aquí ando yo, escribiendo sobre lo que me gusta, creyéndome las mentiras que me cuentan. En cine no soy laico. En literatira, tampoco. Soy de los que celebran los misterios al modo en que los hacen los creyentes cuando se postran ante sus dioses. Los míos no son trascendentes. O lo son tan solo mientras el metraje avanza. Cuando la trama concluye, se retiran. Sé que los tengo. Si no fuese por ellos, mi vida sería infinitamente más triste. Soy el voyeur, soy el espectador perfecto. Me trago todas las historias. Soy crédulo por convicción narrativa. Soy Joe Gillis, escritor de segunda categoría, huyendo de mis acreedores, refugiado en casa de Norman Desmond, la diva del cine venido a menos o venida a nada, que malvive de su esplendor en la compañía de su fiel criado Max y de un viejo proyector que ilumina sus interminables noches. Terminaré muerto en la piscina y cada vez que se abra el telón os contaré mi historia.

Matinée

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“¡Oigaaaaa! Esta noche en el cine Imperio…” Esta cantinela forma parte de mi más indeleble memoria auditiva, de una niñez en el pueblo con sabor a helado casero y merienda de pan de higo con almendras o a natillas y torrijas, los domingos.



Todos los días, dos empleados de la empresa exhibidora (es decir, Francisquito “El Checo” y depués  su sobrino Andrés), más el Primi (uno que memorizaba lo que tenía que decir y lo gritaba en forma de pregón a través de un embudo amplificador) daban varias vueltas al pueblo anunciando la peli del día. Llevaban una especie de andas en que claveteaban los cartelones y varios fotogramas de la película. La gente, al oírlos, salía a la puerta y les hacía parar aquella especie de procesión laica, escrutaba el aspecto de la película y decidía si valía la pena.



Si los de mi pandilla decidíamos ir, teníamos que pedir permiso en casa y llegarnos al cancel de la parroquia, donde el cura clavaba unas fichas con la clasificación moral de la película. Sólo después de este trámite, absolutamente imprescindible, nos daban o nos negaban el permiso. La clasificación era algo así como:

1 Todos los públicos;
2 Jóvenes;
3 Personas mayores formadas;
3R Mayores con reparos;
4 Moralmente peligrosa.
Si nos saltábamos esta clasificación y nos metíamos en una 3R o 4, se podía liar en casa, pues siempre había un conocido que daba el chivatazo.



Pero sábados y domingos nos resarcíamos de estas restricciones, pues eran las sesiones de matinée, curiosamente a las cuatro de la tarde, a pesar de su matinal nombre. Allí nos plantábamos toda la pandilla, provistos de nuestros chicles y nuestros cartuchos de pipas para ver el peliculón de aventuras, el peplum, el western, cine religioso (impagable “Molokai”, sobre el Padre Damián, apostol de los leprosos), comedietas ligeras, grandes producciones de los años 60 (¿cómo olvidar “Los diez mandamientos”, donde Charlton Heston cambiaba su rifle por las Tablas de la Ley, o “Ben Hur”, en la que otra vez Heston emulaba a Fernando Alonso, pero en cuádriga?).




¿Y el verano? El verano tenía un saborcillo especial pues había una competencia muy marcada, casi un pique, entre los dos exhibidores. Se quitaban las películas uno a otro, bajaban los precios, ofrecían programas dobles… El caso es que íbamos todas las tardes al cine. Uno de ellos llegó a tener dos terrazas de verano y exhibía la película en el cine bueno (Cine Los Zagales) y a la noche siguiente la pasaba al malo, (Cine La Atarazana) a mitad de precio. El malo era, en realidad, un corral donde se las vacas se hacían notar por sus mugidos y olores. Allí había una pantalla pequeña y el mobiliario eran las sillas más desvencijadas. Pero tenía tal encanto y teníamos tan poco dinero…




En este corralón vimos “Trapecio”, con una rivalidad amorosa ente los dos astros del circo (Tony Curtis y Burt Lancaster), que se disputaban en el suelo y en los aires el amor de Gina Lollobrígida. El problema era que la pantalla era tan pequeña para el formato scope, que los trapecistas iban continuamente de una parra a una higuera que había a los lados y nosotros nos mondábamos de risa coreando: “¡A la parra! ¡A la higuera! ¡A la parra! ¡A la higuera”, lo que convirtió la película en un verdadero éxito de público.

Nos divertíamos con los nombres de los artistas (entonces se llamaban genéricamente artistas) y sus nombres anglófonos o italianos, que nos permitían hacer juegos de palabras: Gregory Pee y Orson Huele. O Gina Chochofrígida. ¿Qué decir de la cantidad de sugerencias colchoneras que daba el nombre de Lana Turner? Y qué extraño que un tío se pudiera llamar Dana (Andrew).




¿Alguien ha conseguido olcidar la escandalera de destape de Sara Montiel en “La reina del Chantecler”? Todos los intentos de colarnos fueron baldíos: Puche jamás nos lo permitió: era 4 (moralmente peligrosa) para nuestros onanistas censores. Me prometí a mí mismo verla cuando fuera adulto, pese su catalogación moral, pero lo que son las cosas: perdí el interés por Sara, últimamente reconvertida en un espantajo relleno de botox, algo realmente ajeno a mis más que turbadores delirios de entonces.




En 1964, se proyectó con motivo de los “25 años de Paz”, una película llamada “Franco, ese hombre”, un canto al franquismo, que estuvo en el cine casi una semana, yo creo que subvencionada. Hubo alguna pintada en las paredes del pueblo, algún chiste en los bares y a la guardia civil se le escapó alguna bofetada.

Total, que matinée a matinée, vi todas las de los hermanos Marx, Cantinflas, la mula Francis, Rin-tin-tin, Joselito (entonces llamado “el pequeño ruiseñor”), Locura de amor, todo el ciclo de Tarzán, muchas de amores, John Ford, y muchas “policiacas” (así se llamaban por entonces lo que hoy día se llama thrillers), de espías, de espadeo… (estos eran los subgéneros que establecíamos nosotros). Si teníamos dudas sobre si valdría la pena una película o no, sólo teníamos que  preguntar en el bar de Vicente, donde siempre había alguien con serias y rigurosas posibilidades de informar:

-¿Qué se dice de tal película?

-Manolo la vio anoche y le ha dicho a su cuñado que estaba muy bien. Pero a Pepi no le gustó. Se lo ha dicho al novio, que está en la mili en Ceuta…

Aún no existían foros de internet, pero esas conversaciones y sus documentadísimos informantes eran toda una fuente de rigurosa información gracias a la cual nos vimos más de un tostón infumable. Todo un prodigio documental.

Cine Imperio, cine Los Zagales, cine La Atarazana, el Florida Park (éste con bar)… viejos cines de pueblo de los 60, hoy desaparecidos. Viejos actores y actrices, directores y películas que metieron en mi alma la magia del suspense, la emoción, la rabia, la venganza, la pasión… Todo eso que conformó mi educación estética y sentimental, como en el niño de “Cinema Paradiso”, más o menos el mismo niño que tengo guardado en mi interior y que, tozudo, se empeña en no abandonarme nunca.

Regreso a Amarcord

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Mi amiga Marisol me contó a su regreso de Nicaragua que visitó algunos paisajes en los que se inspiró García Márquez para ambientar escenarios emocionales de su infancia, y que al contemplarlos cambió por completo la percepción que tenía de la literatura de Gabo. Lo que para muchos estudiosos de la obra del colombiano se denomina realismo mágico, pasó al experimentar in situ aquellas escenas literarias, a convertirse en un ejercicio prodigioso de preciosismo descriptivo. Nada de aquello que está impreso en las páginas de Gabriel García Márquez era inventado o exagerado; su pluma carecía de retórica o afectación importada. Tan solo se ciñó a dejar constancia de una realidad que al vivirla parece poseer un halo misterioso, una extraña sensación luminosa, pero que solo constata la belleza inefable de la realidad y la incapacidad humana de poder captar los numerosos detalles que la pueblan. Una realidad que al traducirla al papel, al ficcionarla, creemos inconscientemente trascender de su materia prima.

Una impresión similar tuve las primeras veces que visioné Amarcord. Mi primera experiencia tuvo lugar siendo adolescente, una etapa en la que está uno poco receptivo a percibir en el cine un reflejo de su propia existencia, y todo aquello que no sea presentado bajo los cánones de la moda, queda por exclusión relegado al universo oscuro de los adultos. Vamos, que no me enteré de nada; y encontré aquel fascinante retrato costumbrista como una solemne estupidez, un ejercicio de neurosis creativa, un catálogo de greguerías fílmicas a modo de divertimento que solo el autor podía entender. Esta lectura fue la que mantuve hasta que unos diez años después volviera a verla, movido por mero esnobismo ilustrado. Sin embargo, el paso del tiempo todo lo transforma, y lo que en principio parecía que iba a ser un rutinario ejercicio de masoquismo, se convirtió en un fiel matrimonio entre Fellini y el que escribe. Y hasta ahora.

Hubo, por supuesto, nuevos visionados de Amarcord. Incluso en ocasiones, cuando la proyectaban por televisión, aunque hubiese empezado, me quedaba embelesado con la escena, colgado de aquellos personajes singulares, tejidos con el material del que está hecha la vida. La habré visto varias veces y con cada nuevo visionado crece en mí la sensación de estar percibiendo, como le sucedía a mi amiga Marisol, un fiel reflejo de la realidad. Al contrario que me sucede con la vida, a la que en ocasiones observo con perplejidad, como si estuviera siendo testigo de una esperpéntica ficción, guionizada por un dios con un extraño sentido del humor.