Todos los chicles acaban agotando su sabor, convirtiéndose con el tiempo en meras gomas inodoras e insípidas. Gracias al dios Lumiere, san Melies bendito y el resto de ángeles celestiales, esto no sucede en el cine. Aquí algunos chicles -pocos, pero sabrosos- gozan de la inefable cualidad de resistir el cruel paso del tiempo, convirtiéndose por derecho propio en joyas indelebles del séptimo arte. Eco, Umberto Eco, afirma que una obra maestra es aquella que resiste el infatigable visionado a los ojos de varias generaciones, sin perder un ápice de frescura. Las obras maestras nunca callan, siguen hablando a quienes las descubren por primera vez o a quienes las revisitan por el mero goce de revivir su ceremonia sagrada.
The godfather es una de ellas. Bueno, tres en una, la santísima trinidad fílmica, el sanctasantórum, el retablo de las maravillas. En ellas se condensan las tres únicas cualidades que debe reunir una obra maestra: sustancialidad narrativa, belleza estética y goce sensible.
Si una explosión asolara el planeta durante miles de años, sin posibilidad de recuperar las grandes obras de arte que han dignificado a la especie humana, y por efecto del azar alguien pudiera visionar por primera vez El padrino, las emociones que impregnarían su cerebro no serían diferentes a las que otros perplejos espectadores sintieron en el pasado. Dios -decía Marguerite Yourcenar- siente envidia de los seres humanos, de su mortalidad; en su anverso, nosotros gozamos de la mortalidad que nos regala el arte, la explosión fugaz de retratos, escenarios y sucesos que recorren la pantalla de un cine. Si existe un dios, ése habita de incógnito la eslora de un rollo de película.
Amen.
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