“¡Oigaaaaa! Esta noche en el cine Imperio…” Esta
cantinela forma parte de mi más indeleble memoria auditiva, de una niñez en el
pueblo con sabor a helado casero y merienda de pan de higo con almendras o a
natillas y torrijas, los domingos.
Si los de mi pandilla decidíamos ir, teníamos que
pedir permiso en casa y llegarnos al cancel de la parroquia, donde el cura
clavaba unas fichas con la clasificación moral de la película. Sólo después de
este trámite, absolutamente imprescindible, nos daban o nos negaban el permiso.
La clasificación era algo así como:
1 Todos los públicos;
2 Jóvenes;
3 Personas
mayores formadas;
3R Mayores con reparos;
4 Moralmente peligrosa.
Si nos
saltábamos esta clasificación y nos metíamos en una 3R o 4, se podía liar en
casa, pues siempre había un conocido que daba el chivatazo.
Pero sábados y domingos nos resarcíamos de estas
restricciones, pues eran las sesiones de matinée,
curiosamente a las cuatro de la tarde, a pesar de su matinal nombre. Allí nos
plantábamos toda la pandilla, provistos de nuestros chicles y nuestros
cartuchos de pipas para ver el peliculón de aventuras, el peplum, el western, cine
religioso (impagable “Molokai”, sobre el Padre Damián, apostol de los leprosos),
comedietas ligeras, grandes producciones de los años 60 (¿cómo olvidar “Los
diez mandamientos”, donde Charlton Heston cambiaba su rifle por las Tablas de
la Ley, o “Ben Hur”, en la que otra vez Heston emulaba a Fernando Alonso, pero
en cuádriga?).
¿Y el verano? El verano tenía un saborcillo especial
pues había una competencia muy marcada, casi un pique, entre los dos exhibidores.
Se quitaban las películas uno a otro, bajaban los precios, ofrecían programas
dobles… El caso es que íbamos todas las tardes al cine. Uno de ellos llegó a
tener dos terrazas de verano y exhibía la película en el cine bueno (Cine Los
Zagales) y a la noche siguiente la pasaba al malo, (Cine La Atarazana) a mitad
de precio. El malo era, en realidad, un corral donde se las vacas se hacían
notar por sus mugidos y olores. Allí había una pantalla pequeña y el mobiliario
eran las sillas más desvencijadas. Pero tenía tal encanto y teníamos tan poco
dinero…
En este corralón vimos “Trapecio”, con una rivalidad
amorosa ente los dos astros del circo (Tony Curtis y Burt Lancaster), que se
disputaban en el suelo y en los aires el amor de Gina Lollobrígida. El problema
era que la pantalla era tan pequeña para el formato scope, que los trapecistas iban continuamente de una parra a una
higuera que había a los lados y nosotros nos mondábamos de risa coreando:
“¡A la parra! ¡A la higuera! ¡A la parra! ¡A la higuera”, lo que convirtió la
película en un verdadero éxito de público.
Nos divertíamos con los nombres de los artistas
(entonces se llamaban genéricamente artistas) y sus nombres anglófonos o
italianos, que nos permitían hacer juegos de palabras: Gregory Pee y Orson Huele.
O Gina Chochofrígida. ¿Qué decir de la cantidad de sugerencias colchoneras que
daba el nombre de Lana Turner? Y qué extraño que un tío se pudiera llamar Dana
(Andrew).
¿Alguien ha conseguido olcidar la escandalera de destape de Sara
Montiel en “La reina del Chantecler”? Todos los intentos de colarnos fueron
baldíos: Puche jamás nos lo permitió: era 4 (moralmente peligrosa) para
nuestros onanistas censores. Me prometí a mí mismo verla cuando fuera adulto,
pese su catalogación moral, pero lo que son las cosas: perdí el interés por
Sara, últimamente reconvertida en un espantajo relleno de botox, algo realmente ajeno a mis más que turbadores delirios de entonces.
En 1964, se proyectó con motivo de los “25 años de
Paz”, una película llamada “Franco, ese hombre”, un canto al franquismo, que
estuvo en el cine casi una semana, yo creo que subvencionada. Hubo alguna
pintada en las paredes del pueblo, algún chiste en los bares y a la guardia civil
se le escapó alguna bofetada.
Total, que matinée a matinée, vi todas las de los
hermanos Marx, Cantinflas, la mula Francis, Rin-tin-tin, Joselito (entonces
llamado “el pequeño ruiseñor”), Locura de amor, todo el ciclo de Tarzán, muchas
de amores, John Ford, y muchas “policiacas” (así se llamaban por entonces lo
que hoy día se llama thrillers), de
espías, de espadeo… (estos eran los subgéneros que establecíamos nosotros). Si
teníamos dudas sobre si valdría la pena una película o no, sólo teníamos que preguntar en el bar de Vicente, donde siempre
había alguien con serias y rigurosas posibilidades de informar:
-¿Qué se dice de tal película?
-Manolo la vio anoche y le ha dicho a su cuñado que
estaba muy bien. Pero a Pepi no le gustó. Se lo ha dicho al novio, que está en
la mili en Ceuta…
Aún no existían foros de internet, pero esas
conversaciones y sus documentadísimos informantes eran toda una fuente de rigurosa
información gracias a la cual nos vimos más de un tostón infumable. Todo un
prodigio documental.
Cine Imperio, cine Los Zagales, cine La Atarazana, el
Florida Park (éste con bar)… viejos cines de pueblo de los 60, hoy
desaparecidos. Viejos actores y actrices, directores y películas que metieron
en mi alma la magia del suspense, la emoción, la rabia, la venganza, la pasión…
Todo eso que conformó mi educación estética y sentimental, como en el niño de
“Cinema Paradiso”, más o menos el mismo niño que tengo guardado en mi interior
y que, tozudo, se empeña en no abandonarme nunca.
2 comentarios:
Todos tenemos en nuestra memoria esas primeras veces, esos primeros planos en un cine de barrio.
En mi caso, la matinée tuvo lugar en una Casa del Pueblo de Barakaldo (Bizkaia), cercana a mi casa. Ofrecían a los niños cine matinal gratuito. Flanqueaban la sala retratos faraónicos de Marx, Pablo Iglesias, y demás dioses paganos de la hagiografía socialista.
La oferta se ceñía a cine clásico, casi siempre en blanco y negro. Comedias de Buster Keaton, Charlot, el Gordo y el Flaco... Cine de aventuras, Tarzán, es decir, un ciclo iniciático que marcaría mi actual querencia irracional por el cine.
Los domingos proyectaban en mi colegio, los Salesianos, cine en color. Allí veía películas de reestreno. Le llamaban Trinidad, Terremoto, las de Bruce Lee,... La moda del momento.
A los 12 años, más o menos, mis padres me llevaban a las salas comerciales para ver estrenos del momento. Fue entonces cuando descubrí a Spielberg, a Lucas, a Ridley Scott y su alien,...
Todas estas primeras experiencias son el germen del amor que hoy profeso a este arte. Ir al cine se convierte en una experiencia espiritual, no solo un acto de disfrute. El solo hecho de "ir al cine" sacia una necesidad inefable.
Gracias, Alberto, por recordarme esos momentos. Veo que somos feligreses de una misma Iglesia.
En la mía está mi Colegio Fray Albino, en Córdoba, en el Sector Sur.
Un par de maestros decidieron poner cine por las mañanas de los sábados.
Será de ahí de donde sale el Emilio enamoriscado del cine de hoy. De esos maestros. Vivan los maestros. Por lo que me toca. Por lo que nos toca. Por lo mal que se les mira a veces. Por lo que entregan siempre.
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