Sumario

El crepúsculo de todos los dioses




Del cine se extrae la romántica idea de que se puede morir por amor y hasta matar por amor. Luego la realidad malogra el romanticismo, cancela su proyecto de vida.. Pero se deja uno llevar por el más fascinante de los vértigos: la ficción. Aceptamos crímenes terribles, nos aferramos a la legitimidad de que podamos ser engañados, conducidos a un territorio peligroso, pero del que podemos escapar siempre que lo deseemos. Agracedemos que nos manipulen. Que haya quien se arrogue ese rol perverso y se obstine en formular las ficciones en las que nos sentimos (en ocasiones) más vivos que en la propia realidad. Amamos esa fantasía inverosímil  en la que no se registra lo real sino que se permuta por lo fantástico, por lo indisimuladamente irracional (que haya dragones, vuele un hombre con una capa o un ratón explique lo feliz que es por encontrar el escondite del queso) o por lo deliberadamente inverosímil. Libramos con el cine una batalla amable en la que no nos incomoda que nos hable un cadáver al que vemos infelizmente en una piscina (Sunset Boulevard, El crepúsculo de los dioses) y relate la travesía que terminó en su defunción. Miramos con cierta bondad el formidable personaje de Thomas Harris, ese Hannibal Lecter patológicamente dotado para el mal, carente de escrúpulos, un sociópata culto hasta límites aburridos, sensible en un extremo asombroso, pero hechizado por esa maldad a la que se entrega y por la que nos hacer sentir extrañamente culpables. ¿Nos gusta Hannibal Lecter? Quizá nos guste porque lo que vemos es una representación del mal, un simulacro balsámico, una especie de demonio muy lírico que no siente remordimiento y que ha leído a los clásicos y sabe que Medea mató a sus hijos, aunque los mitos, incluso los griegos, viven en otro simulacro, en un limbo narrativo, en una apariencia impostada de la que la cultura de los siglos ha extraído enseñanzas y ha alentado religiones. Queremos ver lo que la realidad nos priva. Existe una inclinación natural por hocicar en lo clandestino, por ser un voyeur con coartada. La literatura, toda entera, es un ejercicio lícito de voyeurismo legitimado. El cine, todo entero, es un ejercicio de una depuración distinta, fermentado en odres de más inmediato encanto, pero lo que se madura en ambas es la rendición pública de un privacidad a la que en principio no tenemos por qué tener acceso alguno.


La misma representación erótica, incluso la pornográfica, se ajusta a ese deseo sublimado en el libro o en la pantalla. La estrategia discursiva del porno prescinde de toda la experiencia cultural del espectador y apela a la no-ética, al disfrute visceral puro. En lo impuro, en lo más carnalmente pagano, en lo que no posee conciencia ni existe más allá del objeto sublimado y perfecto, está también la raíz del cine, todo ese carrusel enfebrecido de ficción y de industria. Queremos ver lo que no la realidad nos priva. Lo clandestino. Lo perverso. Lo malo por ser malo y por no tener oportunidad, de buenos que somos, de asistir a su desempeño. El voyeur de hombría izada por el fornicio de los demás es la representación canónica del espectador en su grado cero. De él, de ese destinatorio sin alma, sin espíritu al que alimentar, se extrae la escasamente romántica idea de que se puede morir por el sexo y hasta matar por el sexo. No hemos dejado de hacerlo desde tiempos inmemoriales y no vamos a dejar de hacerlo hasta que la casa tierra reviente. La violencia, incluso la estilizada, la que se acomoda a los discursos de quienes la detestan, también se deja querer por los vértigos de la ficción. En Perros de paja existe un mal larvado que explosiona cuando se le busca. Puro Peckinpah. El corazón tiene razones que la razón no escucha, dice el maestro. Yo sigo apasionadamente enganchado a que me cuenten cosas. Mi corazón tiene razones que la razón ni conoce. Se van los dos sobrellevando y aquí ando yo, escribiendo sobre lo que me gusta, creyéndome las mentiras que me cuentan. En cine no soy laico. En literatira, tampoco. Soy de los que celebran los misterios al modo en que los hacen los creyentes cuando se postran ante sus dioses. Los míos no son trascendentes. O lo son tan solo mientras el metraje avanza. Cuando la trama concluye, se retiran. Sé que los tengo. Si no fuese por ellos, mi vida sería infinitamente más triste. Soy el voyeur, soy el espectador perfecto. Me trago todas las historias. Soy crédulo por convicción narrativa. Soy Joe Gillis, escritor de segunda categoría, huyendo de mis acreedores, refugiado en casa de Norman Desmond, la diva del cine venido a menos o venida a nada, que malvive de su esplendor en la compañía de su fiel criado Max y de un viejo proyector que ilumina sus interminables noches. Terminaré muerto en la piscina y cada vez que se abra el telón os contaré mi historia.

3 comentarios:

Anónimo at: 25 febrero, 2012 dijo...

Cualquier discurso narrativo 8sea literario o fílmico) se reduce al clásico "Miénteme, diem que me quieres" de Johnny Guitar: http://albertogranados.wordpress.com/2011/03/10/mienteme-dime-que-me-quieres/

AG

PS Corrige un "no" por el correcto "nos" que le da el verdadero sentido atu magnífico artículo.

Emilio Calvo de Mora at: 26 febrero, 2012 dijo...

Hecho.
Lo llevamos a la vida, a la rutina de todos los días. Un poco de mentira, por favor. Que lo demás es muy duro.
Un abrazo,
Alberto.

Ramón Besonías at: 26 febrero, 2012 dijo...

El cine es una petite mort autoconsentida y necesaria. La realidad no posee otra cosa que inmediatez y previsibilidad. El cine, todas las artes, nos ofrecen indeterminación, salto al vacío, acceso a lo posible sin llegar. Alientan futuro, cautivan por su verosimilitud, por dotar a la vida real de una espiritualidad.

Recuerdo ahora el final de la película Shutter island, de Scorsese. El personaje principal elige la ficción, la imaginación, la mentira, frente a una realidad asfixiante. No es huida, sino elección, creación de un personaje en vida.

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